7. La Iglesia, nuevo pueblo de Dios en el mundo
Desde que Cristo murió y resucitó, la renovación del mundo está definitivamente decretada y empieza a realizarse por la fuerza del Espíritu Santo.
Desde que Cristo murió y resucitó, la renovación del mundo está definitivamente decretada y empieza a realizarse por la fuerza del Espíritu Santo.
Jesucristo resucitado envió al Espíritu Santo a todos los que creemos en Él. Este Espíritu habita en nuestro corazón y hace de nosotros el nuevo Pueblo de Dios. El día de Pentecostés celebramos la venida del Espíritu Santo y el comienzo de este nuevo Pueblo: la Iglesia.
Hombres de todas las naciones forman parte de la Iglesia. Este Pueblo está presente en el mundo para adorar y amar a Dios, para dar testimonio de Cristo y para ser semilla de unidad y de paz. Es el comienzo y la manifestación del Reino de Dios en el mundo.
Los que formamos la Iglesia sentimos en carne propia la alegría y la esperanza, el dolor y la angustia de todos los hombres, sobre todo de los pobres y afligidos. Y animados por el Espíritu de Cristo, tenemos el deseo sincero de servir a la humanidad. El mejor servicio que podemos prestar a los hombres es llevarles la luz y la vida del Evangelio y el poder salvador de Cristo.
El Pueblo de Dios alienta a los hombres y trabaja con ellos hasta que todo sea renovado en Cristo y la humanidad entera llegue a ser la familia de Dios.
La humanidad y el universo entero trabaja y sufre como en dolores de parto. Toda la creación espera ser liberada de la corrupción del pecado. La Iglesia, santificada por el Espíritu Santo, trabaja para que todo tenga vida nueva en Cristo.
La Iglesia misma, por ser también humana, se renueva continuamente y día a día se convierte a Dios mientras peregrina en este mundo.
A los que creen en Él, Jesús le dice:
“Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres.
Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para esconderla, sino que se la pone sobre un candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el Cielo”
Evangelio de Mateo 5, 13-16
La Iglesia es el Pueblo de Dios que peregrina hacia la casa del Padre Celestial. Jesucristo la fundó para salvar a todos los hombres, la santificó con el Espíritu Santo y permanecerá con ella hasta el fin de los tiempos.
Leamos en la Biblia
La promesa del Espíritu Santo
Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos.
Y yo rogaré al Padre,
y él les dará otro Paráclito
para que esté siempre con ustedes:
el Espíritu de la Verdad,
a quien el mundo no puede recibir,
porque no lo ve ni lo conoce.
Ustedes, en cambio, lo conocen,
porque él permanece con ustedes y estará en ustedes.
No los dejaré huérfanos,
volveré a ustedes.
Dentro de poco el mundo ya no me verá,
pero ustedes sí me verán,
porque yo vivo y también ustedes vivirán.
Aquel día comprenderán que yo estoy en mi Padre,
y que ustedes están en mí y yo en ustedes.
El que recibe mis mandamientos y los cumple,
ese es el que me ama;
y el que me ama será amado por mi Padre,
y yo lo amaré y me manifestaré a él».
Judas —no el Iscariote— le dijo: «Señor, ¿por qué te vas a manifestar a nosotros y no al mundo?». Jesús le respondió:
«El que me ama
será fiel a mi palabra,
y mi Padre lo amará;
iremos a él
y habitaremos en él.
El que no me ama no es fiel a mis palabras.
La palabra que ustedes oyeron no es mía,
sino del Padre que me envió.
Yo les digo estas cosas
mientras permanezco con ustedes.
Pero el Paráclito, el Espíritu Santo,
que el Padre enviará en mi Nombre,
les enseñará todo
y les recordará lo que les he dicho.
Les dejo la paz,
les doy mi paz,
pero no como la da el mundo.
¡No se inquieten ni teman!
Evangelio de Juan 14, 15-27
La venida del Espíritu Santo
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse.
Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: «¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios».
Primer discurso de Pedro
Unos a otros se decían con asombro: «¿Qué significa esto?». Algunos, burlándose, comentaban: «Han tomado demasiado vino». Entonces, Pedro poniéndose de pie con los Once, levantó la voz y dijo: «Hombres de Judea y todos los que habitan en Jerusalén, presten atención, porque voy a explicarles lo que ha sucedido. Estos hombres no están ebrios, como ustedes suponen, ya que no son más que las nueve de la mañana, sino que se está cumpliendo lo que dijo el profeta Joel:
En los últimos días, dice el Señor,
derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres
y profetizarán sus hijos y sus hijas;
los jóvenes verán visiones
y los ancianos tendrán sueños proféticos.
Más aún, derramaré mi Espíritu
sobre mis servidores y servidoras,
y ellos profetizarán.
Haré prodigios arriba, en el cielo,
y signos abajo, en la tierra:
verán sangre, fuego y columnas de humo.
El sol se convertirá en tinieblas y la luna en sangre,
antes que llegue el Día del Señor,
día grande y glorioso.
Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará.
Israelitas, escuchen: A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes realizando por su intermedio los milagros, prodigios y signos que todos conocen, a ese hombre que había sido entregado conforme al plan y a la previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio de los infieles. Pero Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre él. En efecto, refiriéndose a él, dijo David:
Veía sin cesar al Señor delante de mí,
porque él está a mi derecha para que yo no vacile.
Por eso se alegra mi corazón
y mi lengua canta llena de gozo.
También mi cuerpo descansará en la esperanza,
porque tú no entregarás mi alma al Abismo,
ni dejarás que tu servidor sufra la corrupción.
Tú me has hecho conocer los caminos de la vida
y me llenarás de gozo en tu presencia.
Hermanos, permítanme decirles con toda franqueza que el patriarca David murió y fue sepultado, y su tumba se conserva entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como él era profeta, sabía que Dios le había jurado que un descendiente suyo se sentaría en su trono. Por eso previó y anunció la resurrección del Mesías, cuando dijo que no fue entregado al Abismo ni su cuerpo sufrió la corrupción. A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos. Exaltado por el poder de Dios, él recibió del Padre el Espíritu Santo prometido, y lo ha comunicado como ustedes ven y oyen. Porque no es David el que subió a los cielos; al contrario, él mismo afirma:
Dijo el Señor a mi Señor:
Siéntate a mi derecha,
hasta que ponga a todos tus enemigos
debajo de tus pies.
Por eso, todo el pueblo de Israel debe reconocer que a ese Jesús que ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías».
Las primeras conversiones
Al oír estas cosas, todos se conmovieron profundamente, y dijeron a Pedro y a los otros Apóstoles: «Hermanos, ¿qué debemos hacer?». Pedro les respondió: «Conviértanse y háganse bautizar en el nombre de Jesucristo para que les sean perdonados los pecados, y así recibirán el don del Espíritu Santo. Porque la promesa ha sido hecha a ustedes y a sus hijos, y a todos aquellos que están lejos: a cuantos el Señor, nuestro Dios, quiera llamar». Y con muchos otros argumentos les daba testimonio y los exhortaba a que se pusieran a salvo de esta generación perversa. Los que recibieron su palabra se hicieron bautizar; y ese día se unieron a ellos alrededor de tres mil.
La primera comunidad cristiana
Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. Un santo temor se apoderó de todos ellos, porque los Apóstoles realizaban muchos prodigios y signos. Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno. Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón; ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo. Y cada día, el Señor acrecentaba la comunidad con aquellos que debían salvarse.
Hechos de los Apóstoles 2
La filiación divina
Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, es decir, ¡Padre! El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser glorificados con él.
La esperanza de la creación
Yo considero que los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria futura que se revelará en nosotros. En efecto, toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios. Ella quedó sujeta a la vanidad, no voluntariamente, sino por causa de quien la sometió, pero conservando una esperanza. Porque también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto. Y no sólo ella: también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se realice la plena filiación adoptiva, la redención de nuestro cuerpo. Porque solamente en esperanza estamos salvados. Ahora bien, cuando se ve lo que se espera, ya no se espera más: ¿acaso se puede esperar lo que se ve? En cambio, si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con constancia.
Carta a los Romanos 8, 14-25
La Iglesia, Pueblo de Dios, debe ser semilla de unidad y de paz en el mundo.
¿Qué dice la gente de ella?
¿Conoce usted hechos concretos que revelan que la Iglesia es salvación para todos los hombres?
Usted es Iglesia, ¿cuál es su responsabilidad?