15. El Señor consagra nuestra vida
En los momentos decisivos de nuestra vida el Señor nos acompaña de una manera especial. Por medio de los sacramentos El consagra toda nuestra existencia y hacer crecer en nosotros la vida divina.
Cuando nace un niño en una familia cristiana o cuando alguien se convierte a la fe, recibe el Bautismo. Este sacramento nos incorpora a la Iglesia, nos perdona los pecados y nos hace nacer a una vida nueva como hijos de Dios. Toda la vida cristiana no es sino el desarrollo de la gracia bautismal. El bautismo de sus hijos compromete, a los padres y también a sus padrinos, a darles una educación cristiana.
Para dar el bautismo el sacerdote derrama agua sobre la cabeza del que se bautiza y dice: “Yo te bautizo en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. En caso de necesidad cualquiera puede bautizar con tal que tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia.
En la Confirmación recibimos al Espíritu Santo para ser cristianos perfectos, miembros responsables de la Iglesia y testigos de Cristo en el mundo. Para confirmar, el Obispo impone las manos sobre el que se confirma, lo unge con el Santo Crisma y ruega a Dios que le envíe el Espíritu Santo.
Cuando los Apóstoles que estaban en Jerusalén oyeron que los samaritanos habían recibido la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos, al llegar, oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo. Porque todavía no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que solamente estaban bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo.
Hechos de los Apóstoles 8, 14-17
Los miembros de la comunidad cristiana nos reunimos para celebrar la Eucaristía. En ella nos unimos al sacrificio de Jesús y, debidamente dispuestos, nos alimentamos con su Cuerpo y con su Sangre.
El sacerdote toma pan y vino y pronuncia las palabras de la consagración y nos lo ofrece en la comunión. El pan consagrado, que es el Cuerpo de Cristo, se conserva en el Sagrario para ser llevado a los enfermos y para que todos los adoremos.
En la Penitencia o Confesión la Iglesia recibe a los que se reconocen pecadores, se convierten de corazón y tienen el propósito de enmendarse. En este sacramento nos reconciliamos con Dios y con la comunidad cristiana.
En el sacramento de la penitencia confesamos nuestros pecados al sacerdote y éste nos perdona en nombre de Dios y nos reconcilia con la Iglesia.
Cuando alguien está enfermo recibe la Unción de los enfermos. Este sacramento nos da fuerza para sobrellevar el sufrimiento, perdona los pecados y nos une a la Pasión y Muerte de Cristo. El sacerdote ora por la salud del enfermo y lo unge con óleo bendito en el nombre del Señor.
Si alguien está afligido, que ore. Si está alegre, que cante salmos. Si está enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia, para que oren por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor. La oración que nace de la fe salvará al enfermo, el Señor lo aliviará, y si tuviera pecados, le serán perdonados.
Carta de Santiago 5, 13-15
Algunos de los miembros de la Iglesia son llamados por Dios a servir a Cristo y a la comunidad como diáconos, sacerdotes u Obispos: ministros de la Palabra y de la gracia de Dios. Para esto reciben el sacramento del Orden Sagrado.
El Obispo los consagra para siempre por la imposición de las manos y la oración al Espíritu Santo.
Cuando un hombre y una mujer cristianos se aman y quieren formar un hogar, celebran el sacramento del Matrimonio. En él, el Señor Jesús consagra su amor. Delante del sacerdote y de la comunidad cristiana los novios se comprometen mutuamente a amarse como esposos durante toda su vida, unidos con un vinculo que sólo la muerte podrá destruir.
Maridos, amen a su esposa, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada. Del mismo modo, los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su esposa se ama a sí mismo. Nadie menosprecia a su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida. Así hace Cristo por la Iglesia, por nosotros, que somos los miembros de su Cuerpo. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos serán una sola carne. Este es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia. En cuanto a ustedes, cada uno debe amar a su mujer como a sí mismo, y la esposa debe respetar a su marido.
Carta a los Efesios 5, 25-33
Jesucristo instituyó los sacramentos para santificar a los hombres, edificar la comunidad cristiana y rendir el culto debido a Dios.
Dios obra en los sacramentos por su Palabra y por el Misterio Pascual de Jesús. Cada sacramento es un encuentro personal con Cristo, muerto y resucitado. La Iglesia los celebra con gestos y palabras que significan y producen la gracia que Dios nos da. Los que participamos de ellos nos preparamos para recibirlos con fe y para comprometemos con Cristo. Así la Iglesia no sólo proclama el Mensaje salvador con Cristo, sino que realiza la misma obra de Salvación por medio de los sacramentos. El mismo Espíritu Santo obra en ellos para hacemos semejantes a Jesucristo y para unimos a Dios.
El concilio Vaticano II pide que nos preparemos debidamente para recibir los sacramentos, qué estos se celebren con sencillez, que no se haga distinción de clases, que se adapten a los tiempos y pueblos, que todos participemos activamente en su celebración, ¿por qué?